05 noviembre 2021

EL TITÁN


Este es un trabajo de Juan Vega. Publicado el 29 de enero de 2.015.

 

EL TITÁN DEL MIEDO
 

En los años cincuenta, para los Tangerinos, el recinto del puerto era uno de los lugares de predilección para pasear. Sobre todo, los sábados y los domingos la afluencia de curiosos y de aficionados a la pesca era nutrida y animaba aquel sector, desertado por los obreros del pequeño astillero instalado en su inicio.

Frente al reducido taller se abría una ensenada en cuya orilla descansaban varadas las barcas a la espera de ser reparadas. Los fondos de la caleta eran fangosos y en sus aguas una multitud de minúsculos peces buscaba incesantemente el diario sustento. Pero la especie que reinaba en aquel mundillo submarino era sin lugar a dudas la de los cangrejos. Algunos de los paseantes, aguerridos en la caza y captura de aquellos crustáceos, descalzos y con los pantalones arremangados hasta la rodilla, no vacilaban en adentrarse en el agua para atraparlos a manos limpias. El botín cosechado correteaba alocado en el fondo de un canastillo, a la espera de servir de aperitivo en las largas tardes veraniegas.

Antes de proseguir el paseo hasta el final del muelle, se acostumbraba a dar un rodeo hasta la farola instalada frente a la fábrica de hielo de Seguí. Para llegar a ella se pasaba delante de las casetas de los pescadores. Allí, se preparaban los palangres y se ensartaban los cebos, en un ruidoso y jocoso ambiente al que se sumaban los graznidos de las gaviotas atraídas por el olor del pescado fresco.

Después de un saludo a la esbelta farola blanca, la caminata se reanudaba a espaldas de las casetas. A lo largo de aquel trayecto y antes de desembocar en la carretera que conducía al atracadero del correo de Algeciras, una pequeña escollera ofrecía sus aguas a los pescadores aficionados. Los más expertos, en un buen día sin levante, conseguían un buen rancho de bogas, lisas, sargos y doradas de pequeña talla, pero de lo más sabroso.

Pero, sin discusión alguna, la principal atracción del recorrido era el titán, el titán del miedo para la mayoría de la chiquillería.

El coloso metálico erguía su enorme mole muy por encima del parapeto del rompeolas. Parecía el fruto abandonado de un juego de mecano surgido de los torpes dedos de un invisible gigante. En sus tiempos de esplendor, había izado con facilidad los pesados bloques de cemento contra los que se estrellaban las olas enfurecidas en los días de levante. Pero ahora, en los tranquilos años de su jubilación, los raíles oxidados, sobre los que otrora se deslizaba lozanamente, eran la prueba flagrante de una aguda artrosis que lo mantenía clavado en mitad del muelle de Tánger.

Al contraluz de los atardeceres, su imponente silueta de hierro hacía pensar en los desaparecidos dinosaurios de la prehistoria. Su construcción se extendía a gran altura, a la horizontal. En una de sus extremidades, a la que se podría llamar la cabeza del monstruo, se hallaba instalada la cabina de mandos, en cierto modo el cerebro de la bestia. Su piloto, dominando el paisaje desde su atalaya y manipulando toneladas de bloques de cemento, con sólo apretar un botón o mover una manecilla, debía sentirse todopoderoso, el dueño del mundo, al igual que algunos de los personajes de Julio Verne,



Su sombra siniestra y amenazadora dibujaba en la calzada que conducía al atracadero un laberinto de rombos entretejidos, que con sus claroscuros recordaban las sombrías películas de terror proyectadas en los cines Alcázar y Capitol. Aquel engendro arquitectónico de metal herrumbroso, más que una obra terminada, destinada a facilitar el trabajo de los hombres que construyeron el puerto, daba al paseante la impresión de ser una obra sin terminar, un esbozo. Su forma alargada y en cierto modo elegante, casi grácil, recordaba el esbelto armazón del fuselaje de una gigantesca aeronave inacabada, fruto de la mente calenturienta de un sabio loco.

Pero como en muchas películas de terror, más que la imagen, era el sonido, la música de fondo, la banda sonora para los cinéfilos, lo que soliviantaba a los niños que, al pasar junto al monstruo, apretaban febrilmente la mano del adulto que los acompañaba. Y para rizar el rizo, el fenómeno sonoro adquiría proporciones descomunales en los días de levante.

El choque de las olas que a veces saltaban por encima del espigón, al romper con violencia contra la escollera, producía un fragor pavoroso, primicia del fin del mundo. A dicho estruendo se sumaba, más sutil pero no menos inquietante, el zumbido del aire en una lucha constante contra el gigante metálico. El viento se deslizaba entre las traviesas, igual que cientos de reptiles buscando salida en un laberinto, produciendo siniestros silbidos, amplificados por la caja de resonancia del titán.

 

Y ahora, aprovechando que estamos en el puerto, permitirme contar una anécdota de mi propia cosecha. 

Justo al lado del pequeño astillero y de la pequeña ensenada donde esperaban las barcas para ser reparadas que tan bien describe mi paisano Juan Vega, había siempre unas barquichuelas esperando ser alquiladas por alguien que las necesitase para llevar a cabo alguna tarea. Pues bien. allá por los años cincuenta solíamos, mi inseparable amigo Manolo, Manuel Cruz Pérez (DEP), alquilar allí una de ellas para irnos a la bahía a pasear, bañarnos y hacer alguna que otra diablura como subirnos a un navío que por allí hubo embarrancado y desde el lanzarnos al agua.

En una de esas ocasiones en que nos paseábamos con la barquita por la bahía se nos acercó un barco cuya tripulación estaba integrada por marroquíes y nos pidieron les permitiésemos utilizar la barca para ir a recoger a un colega que se encontraba al otro lado de la bahía. Les dijimos que no, pero, antes de pensarlo ya habían amarrado la barca al barco, nos pidieron que subiésemos, pero nosotros, "cagaditos" dijimos que no. Era igual, aquello empezó a correr y la barca a dar saltos, llegados cerca de la playa nos dicen que ya no teníamos más remedio que subir pues los hombres necesitaban nuestra barca para recoger al que esperaba en la playa. Subimos. Al encontrarnos a bordo comprobamos que el barco iba cargado de tabaco, de contrabando, claro. Una vez el "servicio" realizado dimos la vuelta para dirigirnos al muelle. Nosotros como estábamos a bordo, allí seguimos, pero, la cosa no acaba aquí. En un momento dado uno de los tripulantes se quita la chaqueta y esta cae sobre el motor se enrolla en él y el barco se detiene. Uno de ellos saca un enorme cuchillo y nosotros, más asustados, pero, obviamente, el cuchillo era para liberar al motor de la chaqueta. Despedazaron esta con aquella enorme faca. Cuando pudieron volver a ponerlo en funcionamiento se reanudó el viaje. Una vez llegados al puerto subimos a la barca para devolverla a su dueño. El resultado de la odisea fue que no nos regalaron un paquete de tabaco ni na, que habíamos pasado un soberano susto y, como el tiempo por el que habíamos alquilado la barca se había excedido pues hubimos de pagar un extra. 

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