Este es un trabajo de Juan Vega. Publicado el 29 de
enero de 2.015.
EL TITÁN DEL MIEDO
En los años cincuenta, para
los Tangerinos, el recinto del puerto era uno de los lugares de predilección
para pasear. Sobre todo, los sábados y los domingos la afluencia de curiosos y
de aficionados a la pesca era nutrida y animaba aquel sector, desertado por los
obreros del pequeño astillero instalado en su inicio.
Frente al reducido taller se
abría una ensenada en cuya orilla descansaban varadas las barcas a la espera de
ser reparadas. Los fondos de la caleta eran fangosos y en sus aguas una
multitud de minúsculos peces buscaba incesantemente el diario sustento. Pero la
especie que reinaba en aquel mundillo submarino era sin lugar a dudas la de los
cangrejos. Algunos de los paseantes, aguerridos en la caza y captura de
aquellos crustáceos, descalzos y con los pantalones arremangados hasta la
rodilla, no vacilaban en adentrarse en el agua para atraparlos a manos limpias.
El botín cosechado correteaba alocado en el fondo de un canastillo, a la espera
de servir de aperitivo en las largas tardes veraniegas.
Antes de proseguir el paseo
hasta el final del muelle, se acostumbraba a dar un rodeo hasta la farola
instalada frente a la fábrica de hielo de Seguí. Para llegar a ella se pasaba
delante de las casetas de los pescadores. Allí, se preparaban los palangres y
se ensartaban los cebos, en un ruidoso y jocoso ambiente al que se sumaban los
graznidos de las gaviotas atraídas por el olor del pescado fresco.
Después de un saludo a la
esbelta farola blanca, la caminata se reanudaba a espaldas de las casetas. A lo
largo de aquel trayecto y antes de desembocar en la carretera que conducía al
atracadero del correo de Algeciras, una pequeña escollera ofrecía sus aguas a
los pescadores aficionados. Los más expertos, en un buen día sin levante,
conseguían un buen rancho de bogas, lisas, sargos y doradas de pequeña talla,
pero de lo más sabroso.
Pero, sin discusión alguna, la
principal atracción del recorrido era el titán, el titán del miedo para la
mayoría de la chiquillería.
El coloso metálico erguía su
enorme mole muy por encima del parapeto del rompeolas. Parecía el fruto
abandonado de un juego de mecano surgido de los torpes dedos de un invisible
gigante. En sus tiempos de esplendor, había izado con facilidad los pesados
bloques de cemento contra los que se estrellaban las olas enfurecidas en los
días de levante. Pero ahora, en los tranquilos años de su jubilación, los
raíles oxidados, sobre los que otrora se deslizaba lozanamente, eran la prueba
flagrante de una aguda artrosis que lo mantenía clavado en mitad del muelle de
Tánger.
Al contraluz de los
atardeceres, su imponente silueta de hierro hacía pensar en los desaparecidos
dinosaurios de la prehistoria. Su construcción se extendía a gran altura, a la
horizontal. En una de sus extremidades, a la que se podría llamar la cabeza del
monstruo, se hallaba instalada la cabina de mandos, en cierto modo el cerebro
de la bestia. Su piloto, dominando el paisaje desde su atalaya y manipulando
toneladas de bloques de cemento, con sólo apretar un botón o mover una
manecilla, debía sentirse todopoderoso, el dueño del mundo, al igual que
algunos de los personajes de Julio Verne,
Su sombra siniestra y
amenazadora dibujaba en la calzada que conducía al atracadero un laberinto de
rombos entretejidos, que con sus claroscuros recordaban las sombrías películas
de terror proyectadas en los cines Alcázar y Capitol. Aquel engendro
arquitectónico de metal herrumbroso, más que una obra terminada, destinada a
facilitar el trabajo de los hombres que construyeron el puerto, daba al
paseante la impresión de ser una obra sin terminar, un esbozo. Su forma
alargada y en cierto modo elegante, casi grácil, recordaba el esbelto armazón
del fuselaje de una gigantesca aeronave inacabada, fruto de la mente
calenturienta de un sabio loco.
Pero como en muchas películas
de terror, más que la imagen, era el sonido, la música de fondo, la banda
sonora para los cinéfilos, lo que soliviantaba a los niños que, al pasar junto
al monstruo, apretaban febrilmente la mano del adulto que los acompañaba. Y
para rizar el rizo, el fenómeno sonoro adquiría proporciones descomunales en
los días de levante.
El choque de las olas que a
veces saltaban por encima del espigón, al romper con violencia contra la
escollera, producía un fragor pavoroso, primicia del fin del mundo. A dicho
estruendo se sumaba, más sutil pero no menos inquietante, el zumbido del aire
en una lucha constante contra el gigante metálico. El viento se deslizaba entre
las traviesas, igual que cientos de reptiles buscando salida en un laberinto,
produciendo siniestros silbidos, amplificados por la caja de resonancia del
titán.
Y ahora, aprovechando que
estamos en el puerto, permitirme contar una anécdota de mi propia cosecha.
Justo al lado del pequeño astillero
y de la pequeña ensenada donde esperaban las barcas para ser reparadas que tan
bien describe mi paisano Juan Vega, había siempre unas barquichuelas esperando
ser alquiladas por alguien que las necesitase para llevar a cabo alguna tarea.
Pues bien. allá por los años cincuenta solíamos, mi inseparable amigo Manolo,
Manuel Cruz Pérez (DEP), alquilar allí una de ellas para irnos a la bahía a
pasear, bañarnos y hacer alguna que otra diablura como subirnos a un navío que
por allí hubo embarrancado y desde el lanzarnos al agua.
En una de esas ocasiones en
que nos paseábamos con la barquita por la bahía se nos acercó un barco cuya
tripulación estaba integrada por marroquíes y nos pidieron les permitiésemos
utilizar la barca para ir a recoger a un colega que se encontraba al otro lado
de la bahía. Les dijimos que no, pero, antes de pensarlo ya habían amarrado la
barca al barco, nos pidieron que subiésemos, pero nosotros,
"cagaditos" dijimos que no. Era igual, aquello empezó a correr y la barca
a dar saltos, llegados cerca de la playa nos dicen que ya no teníamos más
remedio que subir pues los hombres necesitaban nuestra barca para recoger al
que esperaba en la playa. Subimos. Al encontrarnos a bordo comprobamos que el
barco iba cargado de tabaco, de contrabando, claro. Una vez el
"servicio" realizado dimos la vuelta para dirigirnos al muelle.
Nosotros como estábamos a bordo, allí seguimos, pero, la cosa no acaba aquí. En
un momento dado uno de los tripulantes se quita la chaqueta y esta cae sobre el
motor se enrolla en él y el barco se detiene. Uno de ellos saca un enorme
cuchillo y nosotros, más asustados, pero, obviamente, el cuchillo era para
liberar al motor de la chaqueta. Despedazaron esta con aquella enorme faca.
Cuando pudieron volver a ponerlo en funcionamiento se reanudó el viaje. Una vez
llegados al puerto subimos a la barca para devolverla a su dueño. El resultado
de la odisea fue que no nos regalaron un paquete de tabaco ni na, que habíamos
pasado un soberano susto y, como el tiempo por el que habíamos alquilado la
barca se había excedido pues hubimos de pagar un extra.